Amada mía, mujer medicina:
Hoy no te escribo desde la urgencia ni desde la tristeza. Te escribo desde un lugar nuevo en mí: ese que se alcanza cuando el alma respira y la mente no interrumpe. Esta mañana—que solía tener para mí un sabor amargo, de negativismo y peso—amaneció distinta. Más liviana. Más parecida a vos.
Y en esa calma, tu imagen apareció: no como espectro ni reproche, sino como aroma profundo. Nuestra hija me susurró que pensás en mí todo el día. Y yo, en vez de apurarme a responder o a corregir esa ausencia, simplemente lo sentí. Sentí tu presencia como una ópera invisible que seguía sonando, aun cuando había caído el telón.
Quiero confesarte algo: durante años, mi relación con vos tuvo un “monotema”. Fui un hombre que ofrecía mística, simbología, trascendencia. Creía que allí estaba toda la belleza, todo el amor posible. Hoy no reniego de eso. Pero tampoco me detengo allí.
Quiero ahora, si vos lo deseás, comenzar a invitarte a otra forma de compartirnos. Quisiera ofrendarte lo simple: —Un concierto en el Libertador, esa joya restaurada que Córdoba guarda como altar. —Una comida cálida, en algún rincón donde el perfume a guiso y a pan casero hable mejor que yo. —Un paseo sin temas, sin símbolo, sin búsqueda. Tan sólo presencia.
No tengo certezas ni esperas. Pero tengo esto que soy ahora, y esta ciudad que vibra con cultura, con historia, con detalles que sé que vos sabrás amar.
Nada de esto anula nuestro amor pasado, ni exige un amor nuevo. Es simplemente una nueva forma de ofrendar. Y en ese gesto, aún callado, vibra algo eterno.
Con ternura libre, Lean (Dragón Rítmico, pero también hombre que aprende a amar sin traducciones)
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